La viña estaba ahí desde antes de llegar yo.
Moscatel de Alejandría, de esas uvas doradas que huelen a miel cuando les da el sol.
Durante el primer año solo las miré, sin tocarlas.
Me parecía una falta de respeto meter mano sin entender nada.
Pero este año, cuando las vi hinchadas, dulces, casi explotando en las cepas, me entró una cosita en el cuerpo.
No podía dejarlas pudrirse. Tenían algo antiguo, algo vivo.
Y pensé: ¿y si hago aguardiente?
No tenía ni idea.
Solo un libro viejo que encontré en el mercadillo de Cocentaina, y un vídeo portugués en YouTube que explicaba cómo destilar uvas en una olla exprés.
Así empecé.
Corté los racimos a mano, uno por uno.
Con cuidado, sin prisa, como quien recoge algo sagrado.
No quise usar máquinas ni prensas.
Solo mis manos, una cuba de plástico alimentario y tiempo. Pisé las uvas como se hacía antes. No con los pies, que no soy tan romántico… pero con una maza de madera que fabriqué yo mismo con una rama de olivo seco.
Las dejé fermentar al natural, sin añadir azúcar ni levaduras.
Solo el jugo, la piel, las pepitas y el aire.
Cada mañana me acercaba a la cuba.
Removía la mezcla, olía, escuchaba cómo burbujeaba.
Era como cuidar a un animal dormido.
Durante más de dos semanas, el mosto fue cambiando de color y de olor.
Del perfume floral pasó a algo más fuerte, más alcohólico.
Y un día dejó de sonar.
Silencio.
Fermentación completada.
El destilado fue otra historia.
Compré un alambique pequeño, de cobre, a un señor de Teruel que los hace a mano.
Cuando lo recibí, lo miré como quien recibe un hijo.
Lo limpié, lo curé con harina y agua caliente, y empecé la destilación con miedo y respeto.
El primer chorro olía a disolvente.
Lo descarté.
Luego empezó a salir algo más suave, más redondo.
Lo fui recogiendo en frascos pequeños, numerados.
Cada uno con su olor, su carácter.
Lo dejé reposar unas semanas.
Luego lo pasé a una damajuana con un poco de madera de roble que me dio un vecino.
Y esperé.
Como si esperara a que me hablara.
Un día abrí la garrafa.
Vertí un poco en un vaso pequeño, lo giré, lo olí.
No era perfecto. Ni mucho menos. Un poco tosco, algo rudo. Pero cálido, honesto. Mi aguardiente.
¡Mi primer brandy!
Yo dejé el alcohol hace tiempo. No me hace bien.
Pero decidí permitirme un solo trago, de vez en cuando, si es mío.
Solo si viene de mis uvas, de mis manos, de mi fuego.
Así sé que no me pasaré nunca.
Porque no hay bastante.
Y porque lo respeto demasiado.
Ese traguito… me supo a victoria.
No por el sabor.
Por el camino.
—Quico