Hace años, cuando aún viajaba con tarjeta de crédito temblando y maletas medio vacías, fui a Malasia por trabajo.
Era otra vida, otra versión de mí.
Pero hay imágenes que se te quedan grabadas por alguna razón.
Y una de ellas fue una mujer pintando su casa con cal natural — lime, me dijeron.
Una mezcla blanquecina, espesa, que aplicaba con una brocha ancha de fibras vegetales.
Le pregunté por qué no usaban pintura «moderna», de la que viene en botes bonitos.
Y me dijo algo que no olvidé: “Porque esta respira, y la pared no enferma.”
Años después, ya instalado en la masía, recordé esas palabras. Aquí también tenemos paredes que “enferman”.
Humedades que suben desde el suelo, que manchan, que huelen.
Y si les pones pintura acrílica encima, es como ponerle un chubasquero a alguien que ya está sudando.
Solo empeora.
Así que empecé a investigar.
Y me metí de lleno en el mundo de la cal apagada — la de toda la vida.
La que usaban los abuelos.
La que blanqueaba los muros de los pueblos y mantenía las casas frescas y sanas.
La cal se obtiene del carbonato cálcico, normalmente piedra caliza.
Se calienta en hornos hasta volverse óxido de calcio.
Luego se le añade agua para “apagarla” y convertirla en hidróxido cálcico.
Este material, al secarse sobre las paredes, vuelve a reaccionar con el CO₂ del aire y se convierte de nuevo en piedra.
Un proceso casi alquímico.
Pero simple, si lo haces con cariño.
Yo la compro ya apagada, en sacos, para no liarla mucho.
La mezclo con agua hasta que tiene una textura como de yogur líquido. A veces le añado un poco de sal o aceite de linaza para mejorar la adherencia, según la receta que me pase el vecino Pedro — un sabio sin diploma.
Lo aplico con brocha gorda, en varias capas finas.
No tapa imperfecciones, las abraza.
No plastifica, deja respirar.
Y eso es justo lo que necesitas si tienes una casa vieja con paredes que han visto más inviernos que tú.
Desde que pinté con cal, las manchas de humedad bajaron.
El olor desapareció.
Y las paredes… no sé cómo explicarlo… parecen más vivas.
Como si respiraran conmigo.
A veces la gente me pregunta por qué no uso pintura plástica, de esas que prometen “anti-humedad” en letras grandes.
Y yo les digo: Porque la cal no promete nada.
Solo hace lo que ha hecho durante siglos.
Y además, pintar con cal tiene algo casi meditativo.
El movimiento de la brocha.
El silencio de la casa.
El blanco puro que se va secando al sol.
Hoy, cuando alguien me visita y me dice “qué casa más bonita”, me río por dentro. No saben que parte de su belleza está en un cubo de cal.
En una receta vieja.
Y en una lección que me enseñó una mujer malaya hace más de diez años.
—Quico