Si me hubieras dicho hace cinco años que iba a estar embotellando mermelada de fresa casera, me habría reído.
O peor, me habría pedido otro gin tonic.
Pero aquí estamos.
Con las manos rojas, la cocina llena de vapor, y el alma tranquila.
Las fresas de mi huerta no son como las del supermercado.
No brillan como plástico ni son todas del mismo tamaño.
Algunas salen retorcidas, otras con caritas.
Pero cuando maduras en tierra buena y sol sincero, no hace falta más. Son dulces de verdad. Y lo mejor es que las recoges tú mismo, de rodillas, oliendo la humedad de la tierra por la mañana.
Recojo con cuidado.
A veces como más de las que recojo.
Y no soy el único: los gansos me siguen por el bancal, esperando que les caiga alguna.
Una vez se llevaron toda una cesta mientras yo estaba hablando por teléfono.
No te imaginas lo que es perseguir gansos con una zapatilla en la mano y fresas por el suelo.
Cuando tengo un par de kilos, empieza el ritual.
Lavo las fresas, quito los rabitos y las parto a la mitad. Las pongo en una olla con azúcar — más o menos la mitad del peso en azúcar, según lo dulces que estén.Un chorrito de zumo de limón ayuda
a que cuajen bien.
Y si tengo a mano una vaina de vainilla, la echo también.
Lento. Siempre lento.
Dejo que suelten jugo, que se ablanden, que todo se mezcle.
Una hora, tal vez dos.
Remuevo con cuchara de madera y dejo que el olor inunde la casa.
Mientras tanto, esterilizo los tarros en agua hirviendo.
Y cuando la mermelada tiene esa textura densa, de burbujas pequeñas, la embotello.
Cierro los tarros en caliente, les doy la vuelta y los dejo enfriar así.
Al día siguiente, compruebo que estén sellados.
Pueden durar hasta un año, aunque en esta casa no llegan al invierno.
En febrero, cuando el frío aprieta y parece que el mundo entero está en silencio, abro un tarro.
Y al primer bocado sobre una tostada caliente, me transporto:
A la huerta en mayo,
A los gansos ladrones,
A las manos pegajosas,
A mí mismo, agradeciendo algo tan simple y tan perfecto.
La vida mejora cuanto más valoras lo que ya tienes. Y estas fresas me enseñan eso cada temporada.
Que no hace falta mucho para sentirse rico.
Solo una cuchara.
Un tarro.
Y un poco de paciencia.
—Quico